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Eleonora

-Disculpa, pero tienes un acento muy bonito. ¿De dónde es?
La voz temblorosa de Juan se dejó escuchar en aquella frontera a lo desconocido. Desde la primera vez que la había visto, había deseado acercarse a ella. La había escuchado cientos de veces en la cafetería, donde se había deleitado con el acento que se desprendía de sus labios. Ahora, finalmente, se había decidido a hablarle. Habían coincidido en una acera, caminaban uno al lado del otro, cuando Juan se había animado a tratar de entablar una conversación con ella. Supuso que era un buen momento. Ella tenía los ojos, sus ojos verdes, abiertos como platos, mirándolo fijamente. Ambos continuaban caminando. Ella, de una forma muy seca, le dijo:
-¡Pero si nunca hemos hablado!
-Lo sé… pero no he podido evitar escucharte en la cafetería. ¿De dónde es? El acento.
-De Rumania.
-¿Y cómo te llamas?
-Eleonora.
Juan no había conocido a nadie que se llamara así antes. Ahora, caminando junto a ella, se sentía completo.
Su abuela hacía mucho tiempo le había dicho que no aspirara a mucho, que eso solo defraudaba las esperanzas y fracturaba el alma. Ella había enviudado muy joven y había tenido que sacar ella sola a cuatro hijos adelante.
Estaba cansado de su trabajo, no le gustaba y ganaba poco, pero ver a Eleonora en la cafetería era aquello que llenaba sus días vacíos.
Eleonora tenía unas piernas muy largas, cosa que hacía que Juan tuviera problemas con mantenerle el paso. Ella finalmente había sonreído durante la conversación. Tenía una larga y brillante cabellera negra. Juan empezaba a quedarse cada vez más atrás, ella parecía tener prisa. Conforme caminaban, Juan creía que las piernas de Eleonora se volvían cada vez más largas.
Ella tenía una forma de caminar bastante particular, movía su cabello negro de un lado para otro. Durante muchas tardes en la cafetería, Juan no hizo sino suspirar mientras la veía caminar. Ella nunca lo vio, se convirtió en alguien invisible. Él la miraba deseando acercarse, pero incapaz de hacerlo. Ahora, finalmente, lo había hecho.
Juan se empezaba a sentir un poco cansado. Mantener ese ritmo le estaba costando mucho. Por cada paso que ella daba, él tenía que dar dos. Ella le había sonreído, eso valía todo lo que había vivido hasta ese momento: su aburrido trabajo y su poco sueldo.
Algo pasó por su cabeza. No se le ocurría qué más decirle, cómo continuar esa conversación. Se había conformado solo con verla todo este tiempo, que no se le ocurrió que debía de conversar con ella. De repente, cuando se dio cuenta, ella ya le había tomado cierta ventaja. Se perdía en el horizonte con sus piernas cada vez más largas, cada vez más hermosas. Se detuvo y suspiró.
Ese día, Juan se apresuró a bajar a verla a la cafetería. Sentado, esperó a que apareciera para saludarla. Ella llegó y ni siquiera se dio cuenta de que él estaba allí. Él volvió a ser invisible. Eso lo hizo sentirse triste. Apuró su comida y se marchó de regreso a su trabajo.
Trabajó toda la tarde tratando de olvidar lo sucedido pero no lo consiguió. Solo podía ver a Eleonora, sus ojos verdes, su cabello negro y largo, y sus largas piernas perdiéndose en el horizonte.
Al terminar su jornada, se marchó a caminar un rato. Tomó un camino que no había tomado nunca para llegar a su casa. Siempre se imaginó a él caminando junto a Eleonora riendo durante un atardecer, tomados de la mano perdiéndose en el horizonte. Eso siempre lo había visto como el final feliz, como el momento en el que diría que su historia habría llegado a feliz término. No había nada de eso para él en su futuro, quizás su abuela tenía razón y tendría que conformarse con las sobras que el propio mundo le dejara caer de la mesa donde estaban sentados aquellos que merecían la mejor parte. Una lágrima se asomó tímidamente por su ojo, como la gota con la que inicia un aguacero. Le siguieron muchas más. Se sentó en una silla de un parque por el que caminaba.
Contempló el atardecer, uno de los más hermosos que había visto jamás. Cerró sus ojos y sintió a la luz marcharse. Los abrió nuevamente y se encontró con una total oscuridad. ¿Dónde se encontraba? No se veía ni siquiera la luz de la luna ni de las estrellas, ni la de la ciudad. Tampoco estaban los ruidos de los coches ni la melodía de los grillos. No había nada. Trató de sentir bajo sus pies pero tampoco sintió nada. No sabía si estaba flotando o si estaba cayendo. No había aire. ¿Estaba muerto?
-No, no lo estás.
Esa voz llegaba de todos los lugares y de ninguno. Llegaba con un acento que le parecía hermoso y terrible a la vez.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
El atemorizado Juan no podía más que tratar de aferrarse de nada, estaba flotando en el vacío, sin nada debajo de él. De repente sintió algo bajo sus pies, y pudo sentir el frío suelo. Se posó sobre él como si hubiera estado muy cerca siempre. Algo se movió bruscamente, como si el amanecer durara dos segundos para darle paso al día. La luz lo cubrió todo y lastimó sus ojos. Juan los cerró nuevamente…

Algo despertó al sobresaltado Juan, quien se había quedado dormido en la silla de un parque cerca de su casa. No sabía qué horas eran, pero hacía un frío tremendo. Se levantó y empezó a caminar. Solo había tomado una decisión: iba a dejar de fingir que le gustaba el trabajo que hacía. Mañana mismo renunciaría.

Durante la noche, los sueños le acompañaron. Era una mosca en un frasco, y un par de gigantescos ojos verdes le miraban a través del cristal. Volaba y daba vueltas, pero no podía escapar. Después cubrían el frasco con una manta y todo se volvía oscuridad.
Juan se despertó empapado en sudor. En medio de la noche se escuchaban los grillos. Quizás eran los ojos de Eleonora los que le miraban despectivamente en el sueño. Quizás ella no creía que él fuera digno ni siquiera de ser su amigo. Una mosca en un frasco, eso sería toda la vida, conformándose solo con ver aquellos ojos verdes.
Estuvo un largo tiempo en la ducha, dejando que el agua fría se llevara los restos de una terrible noche llena de pesadillas.
En el camino a su trabajo ni siquiera notó que Eleonora iba en el mismo autobús que él, mirando distraídamente a través de la ventana. Juan iba perdido en su mundo, un mundo que ahora parecía un frasco, un enorme frasco. Miró a Eleonora a través de uno de los reflejos de las ventanas, vio sus ojos verdes, radiantes. Ahora se sentía como una mosca en un frasco, en un inmenso frasco que rodaba de camino a su trabajo.
Al salir, notó unos ojos, mirándole. Se giró y vio a Eleonora apartando bruscamente su mirada hacia otro lado. Se acercó nuevamente a ella. Pensó en las casualidades, en los frascos, en los ojos verdes. Pensó en moscas, en los atardeceres y en ella. Suspiró y se detuvo. La vio a ella continuar su camino, con sus largas piernas. Él se detuvo y finalmente pudo ver cómo terminaría esta historia: una mosca volando hacia el horizonte durante un precioso atardecer. Una mosca sola, sin saltamontes de largas piernas. Sola, volando hacia su destino, fuera del frasco. Un final feliz, aunque no como él lo había esperado.

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