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A Través de la Ventana de un Autobús

El cielo se empezó a teñir de rosa y el frío empezó a abandonar las calles. El pequeño Jaime asomó su nariz desde la puerta de su casa y acto seguido salió al exterior. Un frío recorrió su cuerpo y le hizo temblar. Abandonar aquel refugio y salir a la aventura era una experiencia nueva para él. Por primera vez salía a un largo viaje y aún el sol no había salido esa mañana de primavera a acompañarlo. Cuando su cuerpo se acostumbró al frío del exterior, Jaime empezó a correr como si su vida dependiera de ello. Tenía prisa en llegar a su destino, no quería retrasarse.

Un par de manzanas más allá estaba la parada de autobús. Al llegar allí encontró a otro niño que miraba distraídamente hacia el cielo. El pequeño que miraba hacia arriba tenía el cabello castaño y ondulado, y era de piel trigueña, un contraste con Jaime que tenía el cabello rubio y liso, y la piel blanca. Cada vez había más luz. Jaime le sonrió y acto seguido le extendió la mano:

- Hola. Mi nombre es Jaime.

- Hola. Mi nombre es Raúl.

Ambos niños se sonrieron mientras estrechaban sus manos. El sol se asomó tras las montañas y el autobús apareció para dejar a los pasajeros que terminaban su recorrido. De allí descendió un anciano. Con paso lento el hombre empezó a caminar, como si no tuviera prisa por llegar a su destino. Vio a los dos niños y les regaló una amplia sonrisa. Su cabello estaba totalmente blanco y su rostro lleno de arrugas.

-¿Algún día seremos así? -Le preguntó Raúl a Jaime-.

-Supongo que algunos nacieron viejos.

Al autobús se ubicó cerca de ellos y ambos subieron. Se sentaron en la mitad de éste y charlaron animadamente. Conforme fue pasado el tiempo, más niños se subieron al vehículo. Un grupo se formó cerca de ellos y empezaron a jugar y a correr de un lado a otro. Algunos adultos se habían subido también al vehículo y les miraban con curiosidad. Afuera las tiendas de caramelos y de juguetes llamaban la atención de Raúl que miraba a través de la ventana. Una preciosa mañana, en verdad. Los pájaros cantaban y las flores mostraban sus vivos colores. Un ave llamó la atención de Raúl. Llamó a Jaime para que se asomara por la ventana y señaló un árbol verde. Contrastaba un ave de plumas rojas. Jaime abrió sus ojos, nunca había visto un ave como esa.

-¿A dónde vas? –Preguntó Raúl a Jaime-.

-Aún no lo tengo claro –Dijo Jaime sin separar los ojos del ave escarlata-. Lo sabré cuando llegue, pero tengo mucha prisa en llegar.

El ave tomó vuelo y se perdió después de un tiempo en el horizonte, un diminuto punto rojo contrastando con el cielo azul. El ruido del motor empezó a arrullar a los niños. Jaime cerró sus ojos y cayó en un profundo sueño. Antes de dormir, miró a través de la ventana. Vio durante un instante su reflejo cerrando los ojos.

Los rayos de sol despertaron a Jaime, quien salió de su trance con un enorme bostezo. A su lado estaba, con los ojos cerrados, Raúl. Era casi medio día aquella mañana de verano. Miró a través de la ventana y vio ahora tiendas de bicicletas y de ropa. Despertó a su amigo y éste estiró su cuerpo. Ahora Raúl le miró con curiosidad.

-Mira qué hermosa bicicleta –Le dijo Raúl a su amigo-. Me gustaría si estuviera en azul.

La bicicleta que veían tenía un color marrón y se encontraba sobresaliendo en la vitrina del almacén. Alguien rozó el hombro de Jaime. Él se giró y vio a una chica de cabello rubio caminando hacia más atrás del autobús. Raúl miró a Jaime y le guiñó el ojo:

-Discúlpame, hablaremos en un rato. Hay algo que debo hacer.

Raúl se levantó de su puesto y fue en pos de la chica de cabello rubio y se sentó a su lado. El puesto al lado de Jaime había quedado desocupado. Él siguió mirando a través de la ventana el paisaje que le rodeaba. Al entrar a un túnel, Jaime trató de mirar hacia fuera, pero lo único que pudo apreciar fue el interior del autobús. Pudo ver que había alguien de pie al lado del puesto que había dejado vacío su amigo. Al girarse se encontró con una chica de ojos color ámbar y una amplia sonrisa.

-¿Está ocupado este puesto? –Dijo ella sin alterar la bonita sonrisa que la adornaba-.

Jaime se giró y vio a su amigo entretenido, conversando animosamente con aquella chica rubia. Sonrió y le dijo a la chica:

-Adelante, puedes sentarte.

Jaime no podía quitarle los ojos de encima. Jamás había visto un rostro tan bello. Enmarcado en unos cabellos negros y lisos, su rostro parecía pincelado en mármol y sus ojos ambarinos resaltaban aún más, como si solo hubiera dos estrellas en el universo y tuvieran vida. Jaime trataba de mirarla en el reflejo de la ventana. Lo podría hacer mientras continuaran en el túnel, pero en el momento en que lo abandonaran, tendría que darse la vuelta para poder seguir viendo aquellos ojos.

Un tiempo después salieron nuevamente al exterior, al otro lado del túnel. La luz del sol inundó de nuevo todo a su alrededor. El reflejo en la ventana del autobús se desvaneció como si hubieran sido fantasmas los que se proyectaban allí. Jaime cerró un par de segundos sus ojos. Tomó una bocanada de aire y se giró decidido a hablarle a aquella chica. Al darse la vuelta se dio cuenta de que la silla se encontraba vacía. Quizás hubiera sido un fantasma. Su amigo Raúl regresaba sonriente del puesto donde había estado con la chica rubia. Guiñándole el ojo a su amigo Jaime, le dijo:

-Tengo mucho de qué conversar con ella. Se llama Sara y me agrada estar con ella. Sin embargo, no estaré lejos. Si me necesitas, puedes llamarme y vendré de inmediato.

Al lado de Jaime se sentó alguien más. Un hombre que le dijo que era un profesor y se detuvo a hablar con él. Charlaron durante mucho tiempo y acerca de muchos temas. Jaime aprendió un montón de cosas que desconocía. Conforme el tiempo transcurría aparecieron muchas más personas en el autobús. La gente subía y bajaba constantemente. Los destinos de todos eran distintos. Algunos ni siquiera se sentaban, sino que permanecían de pie porque solo necesitaban desplazarse de una parada a otra. Miró a través de la ventana y dejó que su mente se perdiera en sus pensamientos, cuando algo lo sacó de su ensimismamiento. Alguien se había sentado a su lado. Al girarse se estrelló con un par de inmensos ojos ambarinos y una sonrisa que le resultaba extrañamente familiar, solo que aquel cabello era aún más largo y más brillante de lo que recordaba. La sonrisa de aquella chica era contagiosa y, en un acto involuntario, Jaime convirtió su rostro en una enorme sonrisa. No existió nada más, solo aquella enorme y contagiosa sonrisa. Ella extendió su mano:

-Hola. Mi nombre es Sofía.

-Hola. Mi nombre es Jaime.

Al tocar la mano de ella, se dio cuenta de que era suave al tacto. Sintió un extraño cosquilleo al perder el contacto con ella, aunque permaneció mirándola. Así comenzó una larga conversación.

Había empezado a llover aquella tarde de otoño. Sofía se encontraba recostada en el hombro de Jaime. Este último miraba a través de la ventana. Por un instante miró a donde estaba su amigo Raúl. Éste le saludó con un guiño. La chica rubia que le acompañaba se giró para ver a quién saludaba Raúl y saludó a Jaime. Sofía había empezado a despertarse y había pestañeado un par de ocasiones dejando ver por breves instantes sus ojos ámbar. Parecía como si el sol pestañeara. Sofía besó durante un par de segundos la mejilla de Jaime. Miró hacia el exterior y señaló algo animadamente:

-¡Mira! Esa casa me encanta, deberíamos de comprar una de esas.

Jaime miró nuevamente hacia fuera. La casa que señalaba Sofía era preciosa. Se encontraba al lado del camino y era de un color anaranjado. Contrastaba con el verde que reinaba en el entorno. Jaime miró hacia atrás, su amigo Raúl venía caminando hacia él y se sentó en la silla de atrás.

-Jaime, algunas cosas han ocurrido con Sara y me preguntaba si podía quedarme algún tiempo aquí, en esta silla de atrás, y poder acompañarles sin incomodarlos.

Jaime y Sofía rodearon con su apoyo a Raúl, lo abrazaron y lo mantuvieron cerca de ellos. No volvieron a ver a Sara, así que supusieron que se había bajado del autobús en algún momento. Con el tiempo, una mujer se sentó al lado de Raúl y continuaron su camino, ahora en el puesto de atrás de Jaime y Sofía. El anaranjado sol iluminó por última vez aquella tarde otoño.

Jaime dormía tranquilamente en medio de aquella noche de invierno cuando alguien tocó su hombro. Abrió lentamente sus pesados párpados y su mirada se enfocó en su viejo amigo Raúl quien le sonreía.

-Viejo amigo, hasta aquí he de acompañarte. He llegado a mi destino.

-Gracias por todo –le dijo Jaime a su amigo Raúl-, has sido un gran apoyo en los momentos más difíciles. Aún recuerdo el día que nos encontramos en aquella parada de autobús, cuando nos conocimos y nos hicimos tan buenos amigos. Parece que hubiera sido hace tan solo un par de kilómetros atrás.

Raúl le ofreció un guiño. Se abrazaron y las lágrimas inundaron sus ojos. Con un paso lento, Raúl comenzó a descender las escaleras. Al bajar completamente, el autobús cerró las puertas. Allí afuera, en medio de aquella noche de invierno, Raúl se quedó despidiéndose con la mano mientras el autobús continuaba su recorrido. Jaime se quedó mirando hacia atrás, hasta que sólo eran visibles los mechones blancos que coronaban la cabeza de su viejo amigo.

-Muy buena suerte, viejo amigo.

Jaime se giró y abrazó fuertemente a Sofía. El hermoso cabello negro de ella había perdido sus vivos colores y ahora era gris, aunque sus ojos se mantenían tan vivos como si hubiese acabado de subirse al autobús. Jaime se quedó mirando a la noche. Vio aparecer a la luna y las estrellas.

Una pareja había entrado en el autobús. Iban cogidos de la mano. Sofía le hizo una seña con la cabeza a Jaime y éste le respondió con un gesto de complicidad.

-Aún recuerdo la primera vez que nos vimos –Dijo ella-.

-Aún recuerdo esa primera vez –Dijo él-.

Había comenzado a llover y la luna y las estrellas se escondieron tras un manto de nubes. El sonido arrulló a Jaime y se quedó completamente dormido.

Cuando un trueno hizo retumbar las ventanas, Jaime se despertó sobresaltado. Al darse la vuelta para hablar con Sofía, se dio cuenta de que ya no estaba a su lado. Se había marchado mientras dormía. Todos iban llegando a su destino.

Jaime estuvo mirando el oscuro paisaje. La lluvia había terminado y los astros nuevamente se asomaban en el cielo. Ahora en la cabeza de Jaime sólo había recuerdos. Recorría una y otra vez todo lo vivido a lo largo de kilómetros de recorrido. A pesar de la hora, se seguían subiendo y bajando muchas personas. Se podía ver a lo lejos una parada de autobús. Jaime finalmente había llegado a su destino. Solicitó la parada y el vehículo empezó a detenerse. Era el final de la ruta y sólo se encontraba Jaime. El conductor se giró y esperó pacientemente a que su último pasajero bajara. Al descender, las puertas se cerraron. El autobús empezó a avanzar y llegó al sitio donde recogía a sus nuevos pasajeros. Dos niños esperaban impacientes a que llegara el autobús y abriera sus puertas. Le miraron y él sonrió, recordaba cuando se había subido con su amigo Raúl. Los pequeños subieron y el vehículo se marchó. Jaime se sentó en una banca y suspiró. Tenía mucha prisa en llegar a su destino, pero ahora no recordaba para qué.

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