No creo en los agüeros, es de mala suerte, pero parece que una parte de mí temía embarcarse aquel viernes trece en un viaje durante el cual atravesaría el Océano Atlántico.Sin embargo, un vacío empezó a formarse en mi estómago. Al comienzo pensé que un agujero negro se había mudado a él -eso explicaría aquel apetito insaciable que en ocasiones me acompaña-, aunque eso no explicaría el por qué sigo subiendo de peso.
Terminar de acomodar las cosas en una sola maleta no fue tan complicado como lo había pensado en un principio. Llevé tras de mí el equipaje con veinticinco kilos -deberían de haber sido solo veintitrés-, preparado para que me dijeran que estaba pasado de peso. Como si para escuchar eso tuviera que tomar un avión.
El vuelo fue eterno. El sol quería entrar al avión, pero las ventanas cerradas se lo impedían. Sin embargo, sabía que estaba afuera, que me acompañaría en todo momento.
Al llegar a Bogotá, el sol aún nos seguía. Ya estaba en mi tierra, pero aún me hacía falta un vuelo adicional. Mi reloj biológico se había convertido en una brújula y estaba desorientada. Tenía mucho sueño y aún el sol no deseaba marcharse.
Ese fue el día más largo que haya recordado en mi vida. Cuando pude abrazar a mi familia, el tiempo dejó de prolongarse más de lo debido. Y no fue el más largo porque el sol me acompañó 18 horas, ni porque el día haya durado 31 horas. Es simplemente porque el desear ver a mi familia hacía a aquel día interminable.
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