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Viernes Suicida



Los castillos de hielo que algunos construimos son fuertes por fuera, por dentro son fríos, pero solo hace falta un poco de calor para echarlos abajo. Tristemente debo admitir que la situación que me ocurrió en vida se debe a algo así. Si mal no recuerdo, desde que tenía conciencia había empezado a crearlo, echando ladrillos sobre esa construcción, sintiendo que lo deseaba más grande, más fuerte, mas cerrado. Sus muros me permitían ver hacia afuera, pero todo se veía deformado, como imitaciones de las cosas del mundo real. Extrañas y ridículas figuras aparecían delante de mí haciendo que me refugiara en los lugares más oscuros y recónditos de aquel lugar.

Las mañanas eran frías, y las noches lo eran aún más. El sol trataba de traspasar los gruesos muros, generando así solo un leve resplandor dentro del castillo. Allí sentía que podía vivir toda la eternidad, como si el tiempo no fuese importante allí adentro.

Con el tiempo muchos trataron de tirarlo abajo, con sus ataques destructores o sus comentarios malintencionados, pero sus muros se mantenían firmes. Fue hasta que en una ocasión permití la entrada a una visitante que destruí la puerta. Sin ella, estaba a merced de cualquiera que deseara entrar, pero ellos no sabían que podían hacerlo. Esta visitante me recordó el calor, y con esto, la incomodidad de vivir en el frío. Me recordó que afuera había un mundo lleno de bellezas y, que desde adentro, sólo podía apreciar las pálidas imitaciones de las cosas del mundo. Me convenció de echar los gruesos muros del castillo abajo.

Sentí nuevamente la luz del sol sobre mi rostro, un tibio placer que ya había olvidado. Mis ojos entrecerrados trataban de percibir todo lo que veían, pero era una saturación de colores la que llenaba el ambiente. Escuché la voz de la visitante que decía "Acompáñame". Trataba de seguirla pero caminaba mucho más rápido que yo, mientras trastabillaba a cada paso debido mi ceguera temporal.

Con cada paso sentía su voz cada vez más lejana, y otros ruidos comenzaban a inundar aquel lugar. Con el tiempo esa voz se fue apagando hasta que desapareció.

Finalmente mis ojos pudieron abrirse y me permitieron ver lo que de verdad sucedía. La gente de afuera caminaba tranquilamente de un lado para otro sin siquiera mirar a su alrededor. Tanta belleza se perdía para ellos porque siempre estaba presente. Toda la luz, el ruido y el color hacían a la gente que rondaba ese lugar, personas que iban y venían por el mundo sin detenerse a mirar. Pude apreciar a muchos que me echaban una mirada de reojo y continuaban. Traté de preguntarles dónde estaba ella, quien me había hecho salir de mi castillo describiéndome las maravillas del mundo exterior, que me hizo derribar esa gigantesca prisión de hielo que distorsionaba las cosas, pero nadie me respondió.

Finalmente me encontré solo. Abandonado en un mundo de tan grandiosa belleza pero sin nadie para recorrerla. El color, el ruido y la luz eran hermosos, pero sin nadie con quien compartirlas se volvían simplemente sensaciones que saturaban mis sentidos y me arrojaban al vacío. Finalmente encontré un lugar tranquilo, detrás de una montaña donde el sol no golpearía mi nuevo castillo. Empecé a crear nuevamente una prisión, donde no eran necesarias las cosas del exterior, donde todo ruido o color se vería amortiguado por los gigantescos muros, donde el mundo exterior estaría lejos. Finalmente terminé mi primer ladrillo, estaba exhausto, pero supe que ese nuevo castillo no iba a tener nuevamente una puerta. Nada de afuera podría volver a tocarme. La luz no volvería a filtrarse por entre los orificios de las puertas y ventanas. 
Nuevamente abrí mi pecho y empecé a extraer de mi corazón el hielo para el segundo ladrillo…

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