-¿Qué hace una ballena con una rosa? Va a tratar de enamorar a las olas cuando estén a solas. ¿Y un tiburón?
Los incongruentes gritos se dejaban escuchar por todo el hospital psiquiátrico. De todos los pacientes, éste tenía orden estricta de mantenerse sedado. Por alguna razón este hombre, conocido como El Asesino de la Rosa, había despertado.
¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? No lo sabía con claridad. Igual no pensaba con mucha claridad, nunca lo había hecho. Fue difícil atraparlo, era un nómada. Aunque empezó asesinando de formas sutiles y sin llamar la atención, al final estaba asesinando a cualquiera que tuviera la mala fortuna de cruzarse con él, siempre que el asesino tuviera una rosa para dejarla junto al cuerpo sin vida. Mientras estaba recluido, había asesinado a cuatro enfermeros, así que decidieron mantenerlo sedado todo el tiempo. Ahora se despertaba de un largo trance y tenía hambre.
-Me comeré un filete, no importa si está crudo.
La puerta de máxima seguridad, aquella que lo mantenía aislado del resto de la clínica, estaba entreabierta. La abrió de par en par y se internó en aquel largo, oscuro y silencioso pasillo. Todo era caos allí: sangre en las paredes, papeles y tierra en el suelo. Agujeros de bala en los muros.
-¡Vaya que ha estado movido el sitio mientras dormía!
Empezó a recordar su último asesinato. Le encantaba la cara de dolor que se imprimía en sus víctimas antes de morir. Había olvidado los detalles de la última, el color de sus cabellos, el color de sus ojos, su piel, pero no había olvidado la expresión. La última la había asesinado con sus propias manos, asfixiada. De eso hacía mucho tiempo -creía-. Al terminar el pasillo llegó a la cafetería, también destruida, no quedaba nada para comer.
-¿Se acabó el mundo mientras estaba dormido? ¿No habrá más ballenas?
Detrás del mostrador de la cafetería, había una rosa. La tomó en sus manos, como si se tratase de un gran tesoro. La llevó a su nariz y aspiró suavemente.
-Necesito encontrar alguien a quién regalársela.
Se dirigió a la salida. No había visto a nadie de camino. Unos muebles apilados taponaban la entrada. No tenía ganas de mover nada, así que decidió subir a la terraza del edificio. Desde allí pudo ver el panorama de la ciudad. Todo destruido, coches volteados y algunas edificaciones aún humeantes. De repente vio que algo se movía allí abajo. Personas con harapos, moviéndose como si no tuvieran prisa de llegar a su destino, como buscando algo sin encontrarlo. Sus cuerpos descompuestos rodeados de moscas iban de aquí para allá. Algo de aquel apestoso hedor alcanzaba a llegar a la nariz del solitario asesino.
Una lágrima se desprendió sus ojos. Dejó caer la rosa suicida de lo alto y terminó estrellándose en el parabrisas de un coche. Quien la encontrara, la vería como una flor anónima. No diría de quién es, no como las anteriores que había regalado. Se giró y se dirigió nuevamente al interior del hospital psiquiátrico.
-Ya no hay a quién asesinar. Despiértenme cuando esta pesadilla termine.
Y así, se encerró nuevamente en su celda.
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